EL MINIMALISMO DE M.H.

Rafael Caunedo

Por Rafael Caunedo.

M.H. dice ahora que es minimalista, y a ello se lleva dedicando desde hace meses. Presume de tener ‘poco de todo’, incluidos los malos recuerdos. Según él, lo negativo abulta mucho, de suerte que ha desarrollado una técnica por la que es capaz de desterrar lo insano de su cabeza. Más de una vez le he pedido que me la explique, pero dice que todavía no estoy preparado, aunque nunca me justifica los motivos.

Su minimalismo lo hace parecer diferente a los demás, no sólo por la escasez de vestuario, monocromático y funcional, sino también porque cree vivir sin dependencias. Para M.H., los objetos generan dependencia. Me achaca que compro cosas innecesarias y que la mayoría de las veces lo hago inducido por la propia sociedad y por la publicidad. Se reconoce detractor de la teoría del «me voy a dar un capricho». Para él, los caprichos muestran la debilidad humana y su insensatez. A veces, pienso que se trata de una pose. El caso es que vive solo en una casa indepeniente, no muy grande pero bien distribuida, rodeada de un jardín sin árboles. Apenas tiene muebles, no sé si por convicción minimalista o porque se los quedó su mujer después del divorcio. Es una casa impersonal, como un hotel de hormigón.

A M.H. no le gustan las fotos, odia los marquitos con fotos. Su cabeza ha dejado de estar diseñada para las fotos. Las paredes están desnudas, tan blancas y lisas como su obscena voluntad de olvidar todo. Así, de la casa familiar no conserva nada. La gente guarda muebles horribles sólo por emotividad, me explica, sin saber que la emotividad sólo sirve para almacenar polvo y mugre. Él se siente mejor rodeado de espacios diáfanos, asépticos. Por eso en su casa siempre tengo la sensación de frío.

Todo para él es prescindible, por eso me sorprendo cuando no veo libros. Después del divorcio, los regaló todos a la biblioteca del pueblo. En su lugar me enseñó un e-reader. Mira, mi nueva biblioteca.

M.H. dice que deberíamos deshacernos de muchas cosas. Hoy estoy en casa con gripe, y con 39 grados he ido paseando en busca de algo que tirar. Es verdad que es una casa un poco caótica. Los niños no son un prodigio de orden y sus habitaciones parecen las de potenciales enfermos del síndrome de Diógenes. Son niños. Cromos, lápices mordidos, el cargador de la Nintendo enchufado pero sin la Nintendo, la escalera de la litera en equilibrio precario, la lámpara de leer torcida y pintada… hay miles de hojas pintarrajeadas, pero la verdad es que no quiero tirar nada. Por el salón hay fotos en blanco y negro, cojines mordidos por el perro, un piano con la afinación pendiente y huellas de Nocilla en la pantalla de la tele. En fin, una casa con vida. Pienso en M.H. y me da un poco de pena, tal vez porque parece vivir en una nevera. Será que siento rechazo ante los fanatismos, pero nunca me he movido bien en los extremos.

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