Días de vino y prosa ( Presentación)
Por Mariano Fisac
Hoy iniciamos una nueva etapa. Esta innovadora plataforma llamada Culturamas ha decidido contar con los servicios del tarado que suscribe para hablar de Gastronomía. Quizás conforme se vaya acumulando el rosario de sandeces sin sentido que deje caer por aquí, decidan replantearse el fichaje. Entre tanto, aprovecharé para presentarme.
Soy una especie de abogado, me gano la vida con ello y entre tanto desparramo mis aficiones, que son en un 90% gastronómicas, en un blog llamado Mileurismo Gourmet. En él hablamos de experiencias e inquietudes gastronómicas, con especial énfasis en el vino y con el denominador común de respetar en cierta medida el maltrecho bolsillo del personal.
¿Que de qué hablaré aquí?. Pues miren, más o menos de lo mismo, o esa es mi intención, aunque con ciertos matices y quizás la intención de un ligero cambio en el lenguaje. Y es que uno entiende que por aquí pasará gente de toda índole, y no solo el delicioso colectivo friki que conformamos el mundo del blog gastronómico.
Por esa razón, trataremos de no hablar de temperamentos del sabor, de sferificaciones, de retronasales, de aromas a maderas igneas, ni de postgusto, sino de emociones, de dulces, de amargos, de crujientes y de la requetebuscada relación calidad-precio.
Para no aburrir más al personal con presentaciones, voy a sugerir un vino que para mí representa muchas cosas. Ante todo, por concentrar, y casi defir mis gustos en lo gastronómico, y quizás también, por ser el amuleto de un aficionado supersticioso, pues este Goliardo Caiño- entonces 2006, hoy hablaremos del 2009- fue la primera emoción vinícola que colgué en la red.
Y es que aunque algunos no lo crean, en Rias Baixas, no sólo hay albariño. En su día el abuelo del hoy viticultor Rodrigo Méndez (uno de los fundadores de la D.O.) soñó con grandes tintos, y en 2005, con la ayuda del enólogo Raúl Pérez, el sueño se hizo realidad a través de cepas viejas de la variedad autóctona Caiño, vigilantes a escasos metros del mar, que vieron criar sus frutos en barricas usadas de roble francés durante doce meses.
El resultado es un vino que, como todo, tendrá su público, pero que para mí representa todo lo que yo pido a una copa: autenticidad, tipicidad, frescura y sobre todo disfrute. Olvídense de vinos golosos y concentrados, casi masticables
y con esa vainilla que no nos deja encontrar la base. Aquí hay sutileza, acidez, eucalipto, fruta roja y crujiente, carácter atlántico y un guiño a los amantes de la Borgoña, todo sin dejar de ser un fiel reflejo del lugar del que proviene. Un soplo de brisa, a la que su etiqueta hace plena justicia: Tinto de Mar.
No tengan miedo, pues su ligereza es engañosa, a enfrentar este vino a un potente guiso de cuchara o al mejor maridaje que yo le he probado y ante el que sucumbiría cualquier tinto convencional: un bocata de chorizo a la parrilla, y si es con pan de bolla, mejor.