En la orilla del Loira
Por Melània Santamaría
Uno piensa siempre en el Valle del Loira a través del filtro de los folletos de las agencias de viajes y se imagina a ensimismados recién casados mirándose a los ojos y, esporádicamente, mirando de soslayo a los famosos châteaux, mientras apuran un vaso de vino e incluso puede que los mejores momentos de su matrimonio. Aunque en esta región, hay mucho más que ver a parte de los ojos de la pareja.
En esta ruta se encuentra Amboise, un pueblo medieval con estrechas calles, y casitas de madera. La vida ahí es la de un pueblo de provincias, alejado de las turbulencias y también de las ambiciones de las ciudades, donde uno puede llegar a creer que la vida podria ser siempre tan dulce como sus numerosas “chocolatieres”.
Dominando el pueblecito, al estilo feudal, encontramos el enorme Castillo de Amboise. Aunque imponente, conserva una sencillez e incluso un aire romántico que le hace ser muy poco estridente respecto al pueblecito que descansa a sus piés.
En este castillo nació Francisco I, aquel rey que era el archirival de los monarcas castellanos, y que fue meceneas de las ideas del Renacimiento italiano en Francia. En lo que hoy en día llamaríamos un caso de fuga de cerebros, invitó a Leonardo da Vinci a residir en Amboise, concretamente en el Castillo de Clos-Lucé, a unos pocos metros de a residencia del soberano. El monarca confiaba de tal manera en él, que hizo construir un tunel subterraneo para comunicar los dos castillos para consultar al pintor sobre los asuntos de Estado e incluso sobre asuntos personales.
Leonardo pasó los tres últimos años de su vida en esta localidad, llevando una vida de investigación y meditación, pero también de ocio, tan acorde con el Renacimiento y su culto a la vida en entornos cortesanos. Leonardo ejercía de maestro de ceremonias, organizando las fiestas y diseñando los trajes.
Un Leonado da Vinci mayor vivió un retiro dorado en esta localidad. Las que fueron sus estancias en aquel pequeño chateau transpiran aquella paz de la persona que ya ha librado todas sus batallas. Insconciente de su fama posterior, dormía con la Mona Lisa en la cabecera de su cama. El pintor ya es pasto de los tiempos, pero los paisajes que el observo por la ventana de su estancia y que inmortalizó en sus bocetos, aún perduran.
Observando yo por la ventana de aquella habitación, capturaba un pedacito de el insólito huesped que allí habitó, compartiendo con él la mirada de un paisaje inmutable, ciego a la fragilidad de la vida humana.
En este viaje, disfrutaba de la gran compañía de mi madre, que me hizo reparar en una rincón detrás de la cocina, delante de una chimenea de piedra. “¿Te lo imaginas sentado ahí mirando el fuego?”. Su sensibilidad me hizo sentir verdaderamente la presencia del maestro y convirtió ese rinconcito, en uno de mis lugares favoritos.
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