LA INFLUENCIA DEL DISEÑO EN LA VIDA DE ARTURO GUERLAIN
Posted on 5 febrero, 2012 By rafacaunedo Decoartes, portada
Por Rafael Caunedo.
El abuelo de Arturo Guerlain era francés y dentista, dos rasgos que marcarían su vida y la de sus descendientes. Un día apareció en su consulta parisina una barcelonesa con porte y distinción mediterránea, hija de un diplomático. La casualidad hizo que se sentara en la butaca Barcelona que, con protagonismo absoluto, presidía la sala de espera justo debajo de un grabado de Picasso. Las tres formaban la santísima trinidad de la belleza, tres obras de arte acopladas en espacio y tiempo para que, indefectiblemente, el dentista quedara locamente enamorado.
Se casaron a los pocos meses y al año se fueron a vivir a Barcelona. Nació allí el padre de Arturo Guerlain, un niño que ya apuntaba maneras desde pequeño jugando todo el santo día a empastar muelas imaginarias en las muñecas de sus hermanas. Fue un dentista famoso en la ciudad y en su sala de espera, como no, también destacaba la famosa butaca que Ludwig Mies Van Der Rohe diseñara en 1929, justo debajo del grabado de Picasso. Un día, una joven madrileña sufrió un percance en la boca mientras pasaba unos días en Barcelona. Sentada en la butaca, iluminada por la luz de un foco direccional
y escoltada por Picasso, pasaba las hojas de un diario. El dentista, al verla, quedo definitivamente prendado de su belleza y la invitó a cenar mientras ella aún estaba anestesiada. Aceptó. A los dos años se casaron en Madrid y tuvieron dos hijos.
Uno de ellos es Arturo Guerlain, mi dentista y amigo. Ayer estaba sentado en la sala de espera de su consulta. Frente a mí estaba la butaca Barcelona, con su cuero blanco desgastado y su clásico capitoné que tan popular la ha hecho. El acero cromo de sus aspas ha perdido brillo, pero no encanto, y sus exquisitas líneas combinan a la perfección con la maravillosa locura del trazo picassiano. Más de una vez, Arturo me ha contado la historia de aquella butaca y de la influencia que ha tenido en la vida de su familia. Mientras la miraba imaginando su periplo por Alemania, París, Barcelona y Madrid, una joven de rasgos asiáticos de veintitantos años entró en la sala. Primero dudó entre el mullido sofá o la tentación de Van Der Rohe. En esos segundos de vacilación, a mí se me ocurrió pensar que el futuro del apellido Guerlain dependía de aquella decisión. Por fin, tras valorarlo mucho, se sentó.
Estoy convencido que en unos meses, aquella butaca estará en la sala de espera de una consulta en Tokio.
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