La delgada línea entre Deauville y Trouville .

 Por María Villamayor

Los 1.600 km que nos separaban de nuestro destino eran, en sí mismos,  una aventura visual.

Burgos, San Sebastián, Bayona, Burdeos, La Rochelle, Le Mans …Y Las Landas. Una línea recta infinita que parecía llevarnos otra dimensión de espacio y tiempo envuelta en la más maravillosa de las maderas.

Apenas llegamos a nuestra casa normanda, con su viejo cobertizo y su techo de totora, habíamos sucumbido a la belleza de Calvados y comprendido que iba a ser un gran verano.

 

Abandonadas las maletas y sin tiempo que perder, nos acercamos al mercado de Deauville.

En un mercado francés el barroquismo cobra todo su significado. Uno puede estar una hora intentando decidir qué fresas comprar. ¿ Gariguette, cigaline, cirafine, ser o no ser ?

Los quesos, los foies, las ocas, rábanos y manzanas, patés de campaña, confituras, sidra. Ah, la sidra normanda ¡

 

Capazo lleno para la cena y  una última parada para comprar un canotier ( el sombrero que Coco Chanel convirtió en icono ). Estábamos listos para nuestro primer aperitivo entre Deauville y Trouville, con el río Touques como único testigo.

 

Los días se sucedían en Normandía con la calma previa a la tormenta.Aprendimos que la playa a veces pide llovizna y bruma a gritos.Pasamos horas que parecían infinitas en Les Planches, contemplando el juego de las sombrillas multicolor con el viento.

Viendo cómo se bañaban en el mar los caballos miniatura, relajados sin saber que al día siguiente tendrían que competir por su belleza en el hipódromo.

Recorrimos una y otra vez el paseo repitiendo los nombres de todas las estrellas de Hollywood que en un tiempo pasado habían asistido al Festival de Cine Americano.  Joseph Mankiewicz, Kim Novak,Gloria Swanson, Lauren Bacall, Glenn Ford …

Disfrutamos de cada desayuno, cada baguette y cada croissant.

Y así Olivia seguía el consejo de Ratatouille y comprobaba si el crujido de la corteza era excepcional acercando la baguette a su oreja. Siempre había premio.

Caminamos descalzos por la hierba, cogimos frambuesas, bebimos calvados, asistimos a un festival de marionetas y compramos algodón de azúcar, tomamos café en el Hotel Flaubert, nos quedamos inmóviles bajo la lluvia en la playa, nos perdimos por caminos verdes y frondosos, entramos en brocantes, nos arriesgamos con la tercera crème brûlée, contemplamos la fachada de cada casa, cada castillo en el camino.

Y entonces un día nos dimos cuenta de que Caen, Rouen o Le Havre nos esperaban.

Descubrimos Honfleur.Con su viejo puerto, la iglesia de San Leonardo. Con el antigüo Carrousel Palace.

Giverny.EL paraíso que Claude Monet escogió para hacer realidad Le Jardin d´Eau .

Y por supuesto, el Mont Saint Michel.Un lugar imposible, tan absolutamente sobrecogedor, con una luz tan inquietante  que uno cree estar soñando.

Pero esa es otra historia y merece ser contada en otra ocasión.

Y así Normandía fue para siempre » El Principito «.

 

 

 

 

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