Arte y comida 1
Por Miguel Cereceda
La Documenta de Kassel es, junto con la Bienal de Venecia, uno de los encuentros de arte contemporáneo más importantes que se celebran en Europa. A diferencia de las grandes ferias internacionales, que se organizan únicamente con criterios comerciales, la Documenta tiene un programa elaborado por un prestigioso crítico o comisario internacional —o por un colectivo de críticos y comisarios—, que desarrolla un proyecto expositivo que, cada cuatro años, se presenta en la ciudad alemana de Kassel, durante cien días. En la última Documenta, la celebrada en 2008, los únicos artistas españoles seleccionados para participar en dicha feria fueron el cocinero catalán Ferrán Adriá y el escultor vasco Ibon Aranberri. Aparte de la paradoja que supone considerarles como “representantes” españoles —no por el hecho de ser el uno catalán y el otro vasco, sino porque en la Documenta, a diferencia de la Bienal de Venecia, los artistas no ostentan ningún tipo de representación nacional—, lo cierto es que la presencia internacional del arte español contemporáneo quedó en aquella ocasión en muy mal lugar. Sobre todo porque, además, de los dos artistas propuestos, uno no era propiamente artista, sino un cocinero. ¿Tan malo es el arte español contemporáneo, que el único artista capaz de representarnos es un cocinero famoso?
La presencia de Ferrán Adriá en la Documenta favoreció sin duda su proyección internacional y permitió reabrir el debate sobre la cocina como una de las bellas artes o sobre las múltiples relaciones entre arte y comida. Pero además mostró, una vez más, la escasa proyección internacional de los artistas españoles contemporáneos, a pesar de las grandes inversiones hechas en los últimos veinte años en nuestro país, en materia de museos, exposiciones y centros de arte. Dejando de lado esta penosa situación, nos ocuparemos ahora de la más apetitosa cuestión de las relaciones entre arte y comida.
Sin duda la participación de Adriá en la Documenta suscitaba esa amarga sensación postmoderna del totum revolutum, en el que los viejos modelos del saber pierden su posición de privilegio y de prestigio, y la música pop, la moda, la cocina y el diseño se codean sin rubor con el arte y los artistas plásticos, para aprovecharse de su glamour y dignificarse con su apariencia teórica. Como escribió Xavier Antich en la Vanguardia, aquello representaba también “la creciente banalización y espectacularización de una determinada forma de entender las prácticas artísticas contemporáneas”1 . Pero es cierto que, por más que nos enroquemos en posiciones históricamente superadas, ya no es posible no considerar también a los modistos y a los cocineros como creadores o como artistas. Las propias artes plásticas ampliaron tanto su concepto, al exigir que un botellero, un urinario o una pala de nieve fuesen considerados como obras de arte, que ha sido más una consecuencia de su propia expansión conceptual, que no una intrusión de los cocineros y de los modistos en el mundo de las bellas artes, lo que nos lleva a considerar actualmente también a la cocina como una de las bellas artes.
Pero es precisamente la cuestión de “la belleza” la que aquí parece estar en juego. Pues lo que tradicionalmente diferenciaba a las bellas artes de las demás era precisamente esta relación especial con la belleza, que no parece estar precisamente al alcance de la culinaria. La mayor parte de los filósofos clásicos consideraba impensable hablar de una “belleza del gusto”, pues lo bello en general sólo se predica de las percepciones de la vista y del oído, y no resulta nada fácil hablar de una bella paella o de un bello cocido madrileño, si no nos estamos refiriendo a su apariencia visual, sino a sus propiedades gustativas y nutritivas. Sin embargo, también es cierto que las propias bellas artes fueron las primeras en renunciar también a su relación especial con la belleza, considerando a ésta más como una imposición despótica que como un ideal de su propia realización, y abriendo con ello la consideración artística para lo que antes no era valorado sino como mera práctica artesanal.
Sea como fuere, lo cierto es que ya es indudable que debemos considerar a la cocina un arte, y esto ya no puede ser puesto en cuestión, aunque todavía nos cueste reconocerla también como una de las bellas artes. Pero además, en las relaciones entre arte y comida, no sólo podemos hablar del arte de cocinar, sino también y con todo derecho podemos hablar igualmente del arte de comer. Pues sin duda no es lo mismo comer con las manos y desgarrando la comida a dentelladas, que comer con vajilla de porcelana, cubertería de plata y mantelería de hilo, o sentado sobre un tatami, comer en un cuenco de madera con palillos chinos. En efecto, también el comer requiere de su arte, y nuestra relación con la comida y con el modo de comerla supone una parte muy importante de nuestra formación cultural. Por último, en las relaciones entre arte y comida, hay una tercera arte implicada, que es el arte de representar la comida y que tiene mucho que ver con la historia de la pintura. Puede parecer sorprendente, irónico o incluso una provocación, pero lo cierto es que las primeras pinturas prehistóricas de las que tenemos noticia, las de las cuevas de Lascaux, con sus célebres bisontes y uros de hace 15000 años, con independencia de cuál sea su interpretación simbólica o mágica, pueden ser interpretadas también como comida.
Por tanto, con respecto a las relaciones entre arte y comida bien podríamos decir, al modo de Platón, que hay tres artes diferentes: por un lado, el arte de cocinar, por otro el arte de comer y, en tercer lugar, el arte de representar la comida o nuestras relaciones con la comida. Solamente de esta última es de la que aquí nos ocuparemos, para hablar de cosas tales como la historia del bodegón, la representación de los banquetes, comida y política o de algunos artistas cuyo trabajo ha estado particularmente relacionado con la comida (desde los bodegones místicos de Sánchez Cotán hasta las fiestas multitudinarias de Antoni Miralda).
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1 Xavier Antich, “El cocinero en Kassel”, Suplemento Culturas, La Vanguardia, Barcelona, 13 de junio de 2007.