FELICIANO

Rafael Caunedo

En febrero abre el Salone del Mobile di Parma, la Reed gifts fairs de Sydney, la Essere &Abitare de Italia, el Playtime de Tokio y el D.A.D. de Sao Paulo; pero yo quiero hablar de Feliciano.

Me recibe en su taller vestido de trabajo, con un mono azul de cremallera rota encima de una camisa de franela con los últimos botones desabrochados, lo que permite ver cuatro pelos mal puestos en un pecho plano y fibroso. Al verme entrar por la puerta, apaga la maquinaria complacido por tener una excusa para parar y se dirige hacia mí con sonrisa sincera pero precavida, no se le vaya a caer el pitillo que cuelga desganado de la comisura de los labios. El ruido infernal de la sierra va disminuyendo de manera gradual, lo que facilita el apretón de manos. Gasta la misma fuerza que siempre, por lo que suele confundir la mano ajena con cualquier tronco de madera con los que trabaja. Hace tiempo que no lo veo, pero sigue igual, más calvo, eso sí, pero lo lleva con dignidad puesto que ha decidido prescindir de la boina. Dice que eso ya no se lleva. Noto que ha perdido oído porque me pide que repita las frases constantemente. Me invita a pasar y saca una frasca de vino sumergida en agua fría. El suelo está igual de blando que siempre gracias a las virutas que van conformando una moqueta de lo más placentera. Feliciano se apoya para hablar sobre unos listones de pino y se enciende el cigarro justo delante del cartelito de prohibido fumar. Allí todo es inflamable, pero le da igual, su abuelo y su padre ya lo hicieron antes que él. Tiene serrín en los hombros y en los cristales de las gafas. Son gafas de pasta marrón, más grandes de lo que permite la moda y con un cristal de los de antes, de esos que te agrandan los ojos. Una viruta queda enganchada en su ceja, pero a él no le molesta aunque a mí me dan ganas de soplarle.

Aparece su hijo Manuel. No pongas que me llamo Manolo, me dice. Él es Manuel aunque lleve una gorra de los Lakers y escuche hip-hop con los casquitos. Es otra generación, me dice Feliciano al oído, no te puedes hacer idea de lo que gasta en cremas para las manos. Su padre no quería, pero Manuel dejó los estudios para trabajar con él. Es bueno, dice, pero tiene mucha prisa.

Y es que Feliciano, la verdad, es de otra pasta. Orgulloso me enseña un mueble en el que está trabajando, uno grande y con muchos cajones. Dice que es para un restaurante. Llevo con él mes y medio, me asegura, pero fíjate que tacto. Para demostrarlo, pasa su mano sobre la madera y me mira esperando mi valoración. Como siempre, Feliciano, le digo. Y es que sus muebles son de esos que estarán expuestos en las tiendas de antigüedades dentro de cien años, o doscientos; de los que están pensados con el sentido común y diseñados en una libreta con un lápiz de mina gorda, que por cierto mantiene un equilibrio prodigioso detrás de su oreja.

Feliciano es uno de los pocos carpinteros que aún les gusta que se les llame artesanos, sus manos así lo atestiguan. Eso que se conoce como ‘oficios’ dicen que está acabado. Seguramente lo afirmen aquellos que no saben apreciar el olor a madera recién cortada.

Después de despedirme de Feliciano, he ido a ver a mi amigo Jesús a su fragua. SE ALQUILA, decía en la puerta.

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