Pornografía hardcore y libertad, una historia de amor

Por Israel Sánchez

 

Más allá de mal digeridas teorías sobre la relación entre el erotismo y lo prohibido, este artículo pretende analizar las causas profundas, “radicales”, del éxito, la aceptación social y la implantación masiva de una aberración como la pornografía hardcore, denunciada a lo largo y ancho del mundo por feministas y pedagogos como desastre sociocultural.

 

Nathalie Daoust©

Nathalie Daoust©

 

La pornografía sadomasoquista de consumo masivo o hardcore representa una agresión consentida que obtiene aceptación social al ampararse en el prestigio moral del concepto de libertad en sentido negativo, es decir, de que lo que convierte una acción en justificada y buena es el permiso para hacerla, y no la capacidad para obtener de ella consecuencias que sean, a su vez, buenas.

 

Tanto la tolerancia hacia su realización, como el deseo masivo de su consumo, son indicadores de que a duras penas hay más filtro, no ya legal, sino moral, que la mera demanda. No cabe pensar que un producto como éste haya superado en ningún momento una reflexión crítica sobre su papel social, porque no estamos ante un sutil perjuicio a descubrir tras la gruesa capa de un beneficio. No son los monopolios farmacéuticos escudándose en la capacidad de curar de sus medicinas, por las que deben recibir derechos de patente; no estamos ante la manipulación informativa de los medios de masas, que el ciudadano de a pie necesita ver demostrada para empezar a condenar. Lo primero a lo que se enfrenta un espectador. cuando accede al hardcore o sus derivados, es su inmoralidad. El individuo que ignora la existencia del hardcore se sorprende ante él porque no espera que algo así exista o sea legal. Será una vez que comprenda que lo es cuando desarrolle su propia tolerancia a esta excepción moral, impulsada, especialmente en el caso de los hombres, por el deseo de disfrutar de ella.

 

El hardcore, al contrario que, por ejemplo, el fútbol, es escandaloso ya a primera vista, y esto divide en gran medida a la población entre quienes lo conocen y lo disfrutan, quienes lo conocen y lo evitan y quienes no lo conocen y no pueden ni imaginarlo. Todos entendemos, si es que no lo hemos vivido, que hacer acceder a un neófito a la pornografía actual implica la posibilidad de enfrentarse con él en una controversia que necesitará de finas argumentaciones, y de la que sólo saldremos airosos cuando echemos mano de la aceptación mayoritaria; cuando el indignado descubra, para su vergüenza, que el raro es él.

 

Será entonces cuando el individuo recuerde su más o menos reprimido deseo de agredir e incorpore el espacio de la pornografía como aquél en el que puede satisfacer su deseo con una cierta libertad. Así, el nuevo consumidor buscará en el recién descubierto paraíso pornográfico de la agresión libre con la avidez que un cleptómano recorre el supermercado en el momento en el que sabe que las cámaras de vigilancia han sufrido una avería.

 

Picasso

Picasso

 

Aunque la tauromaquia arrastra una controversia mucho más antigua y, por tanto, notablemente más desarrollada, (ni lejanamente, sin embargo, lo que cabría esperar de una sociedad que debatiera sus problemas en vez de lincharse mutuamente entre facciones), la ventaja de sus detractores, frente a la pornografía, está clara y constituye su argumento principal: el toro carece de libertad. No es ésta la forma más habitual de presentar la crítica, ya sea porque se da por hecha la ausencia de libertad fuera de la vida humana, ya porque se entiende que la tortura y la muerte no pueden ser elegidas libremente por individuos sanos. La idea de que la verdadera gravedad de la tortura y la muerte del toro están en su imposición aparece en los matices emotivos que nos hablan de toros que lloran, de miradas implorantes, de shocks de estrés que producen ataques cardiacos, de diarreas de terror. Pero, sobre todo, aparece en el que, durante décadas de lucha, ha sido el argumento principal de sus defensores; aquél que parecía dejarlos inasequibles a la duda moral: el toro ha nacido para ser toreado y quiere cumplir su destino.

 

Lo inmarcesible de este disparate sólo se explica por la importancia que nuestra sociedad concede a la libertad como valor supremo, capaz de justificar atrocidades de cualquier naturaleza. Desde la crítica a la devolución de sus viviendas a las familias desalojadas porque pone en peligro el principio de respeto a la propiedad privada (fundamento último, verdadero y oculto de la importancia de la libertad), a costa del principio, que queda subordinado, de defensa de la vida (el capital alterna sin demasiado sonrojo la prevalencia de sus propios valores con los del cristianismo, según vengan dadas las circunstancias), hasta la ejecución de 600.000 personas en una guerra que se califica como “cruzada por la libertad”.

 

Conste que el paralelismo entre ambas controversias, la que viene arrastrando la tauromaquia y la que se persigue llevar al dominio público que atañe a la pornografía, no pretende igualarlas en importancia ni, evidentemente, en todo aquello que sería insensato o de mala fe pretender que se las está igualando. Lo que sí se quiere poner de manifiesto es que la libertad de ambas víctimas no es un argumento elaborado, sino un encastillamiento ideológico. Justificar que una mujer sea sometida a una relación sexual correspondiente al estándar de la pornografía sadomasoquista, sólo porque ella esté dispuesta a realizarla, es justificar cualquier forma de opresión siempre que, en algún momento, se haya producido la firma de un contrato de aceptación; algo similar al valor de una declaración de autoinculpación en un interrogatorio en condiciones de ilegalidad.

 

¿Se exagera, se victimiza, al suponer que existe poca distancia real entre la ficción que representa la pornografía y la realidad de las condiciones en que se produce? Una vuelta por la red nos muestra un amplio panorama de denuncia y de testimonios entre espantosos e inquietantes. Espantosos porque descubrimos que, en muchas ocasiones, la ficción de la humillación cruza la barrera del símbolo en la mente de la “artista” y es experimentada, de manera nada inconsciente, como exactamente aquello que se pretende imitar. Inquietante porque, ante el descubrimiento de la realidad subyacente a la industria pornográfica, no nos queda más remedio que preguntarnos “¿de qué otro modo podría haber sido?”

 

Tenemos todos los datos para no necesitar estas campañas de denuncia. Sabemos que el negocio de la prostitución está íntimamente ligado al de la esclavitud, y es de sentido común reconocer que la pornografía es una forma de prostitución (sólo los estratos más bajos o peor considerados socialmente han aceptado reconocerse bajo el término prostitución con el fin de alcanzar algún tipo de estatus social, por deprimido que éste fuera. Pero allí donde la prostitución linda con el poder o con la masificación, el término se ha esquivado, pues la prostitución es por definición el ejercicio socialmente consentido de lo socialmente condenado. La prostitución, el mercado donde el hombre trampea la moral sexual de la familia que vertebra la estructura socioeconómica, no puede ser aceptada sin poner en peligro a la familia misma -pero, como en tantas ocasiones se ha dicho, desterrarla por completo sería igualmente demoledor-).

 

Podemos imaginar, sin dificultad alguna, que las mismas personas, las mismas empresas, las mismas mafias, y sobre todo las mismas prostitutas, desde las que poseen un alto estatus hasta las esclavas, circulan por ambas modalidades del negocio, independientemente de la movilidad que ofrezca el estatus internamente. No nos cuesta reconocer en sus imágenes toda la gama de dicho estatus, desde las producciones que se pretenden glamurosas, con actrices convertidas en personajes públicos y localizados, hasta las grabaciones de bajo presupuesto protagonizadas por personas anónimas e ilocalizables, ni tan siquiera en los créditos del producto. Reconocemos automáticamente la diferencia entre el lujoso cuidado con el que se presenta a las primeras y la miseria en la que se realiza el producto de bajo costo, donde no se ofrece más tratamiento erótico que la presentación de la propia escena sexual.

 

Charles Huxley©

Charles Huxley©

 

En las uñas rotas y mal pintadas, el pelo descuidado, el maquillaje poco favorecedor, la indumentaria casera y humilde, las localizaciones en estado semirruinoso, reconocemos los indicios de la prostitución más precaria; de aquella que los informativos y la cultura, en descuidos imprudentes que podrían lamentar, nos han hecho vincular con la violencia, la organización criminal y la esclavitud. Vemos, al mismo tiempo, a hombres que interpretan papeles de mafiosos de una supuesta ficción, menos creíble como tal que como la presentación edulcorada de la realidad en la que el fenómeno de la pornografía tiene lugar. Complexiones físicas, marcas corporales, símbolos tatuados, entornos urbanos y humanos, actitudes, lenguaje, acaban sorprendiendo al amante del cine-realidad con productos e interpretaciones de un nivel de talento tan inverosímil que, no juzgarlos a priori como la mera reproducción delante de la cámara de su realidad cotidiana, acaba revelándose como un masificado ejercicio de mala fe.

Sólo hay que ver una de estas realizaciones para desear que el control legal de su producción sea estricto. Sin embargo, la falta de ese mismo control sobre el sector de la prostitución no invita al optimismo en una actividad con la que está tan íntimamente emparentada. Es muy probable que, si a la desaparición de los productos realizados en situación de opresión directa se le suma la aplicación rigurosa de las leyes que condenan la apología del maltrato, el aspecto de estas grabaciones cambiara sustancialmente y se redujera de modo notable su influencia a favor de una actividad sexual vejatoria y discriminatoria para la mujer, así como apologética del sexo como conflicto y competencia por la posesión y acumulación de simbología gámica (de enlace amoroso matrimonial).

Es posible que, mediante la extensión de la crítica al modelo pornográfico, éste perdiera prestigio como alternativa al arropamiento afectivo e hiciera surgir nuevos modos, tal vez más críticos, de desempeñar la actividad sexual. Es posible que una concienciación así devolviera una cierta carga de culpa a la imitación del modelo hardcore, de modo que se incorporara a la conciencia colectiva la idea de que éste no es una alternativa sexual sino, en todo caso, un recurso para integrar a la actividad sexual caracteres marcadamente neuróticos. Pero es evidente que estas medidas (ya de por sí inverosímiles) no estarían abordando las causas del éxito de la pornografía sadomasoquista de consumo masivo, sino desplazando su fuerza generadora en direcciones nuevas e imprevisibles.

Como se viene defendiendo en “contra el amor”, el proceso conducente al éxito de esta pornografía pasa por el apogeo del papel desempeñado por el arropamiento afectivo, su aparente antítesis, y la represión afectiva y sexual de que es origen. El éxito de la violencia sexual tiene su paradójico germen en el sexo afectuoso, y éste en la negación de la finalidad pragmática del gamos, reconocida y aceptada por el sexo de vocación reproductiva que fundamenta la unidad familiar patriarcal. Hemos visto que cada una de estas finalidades generales es mayoritariamente sustituida por otra particular cuando la actividad sexual se lleva a la práctica, y que es esta finalidad segunda la que se relaciona íntimamente con los modelos formales. Así, la finalidad reproductiva se vuelve pulsión sensual en el acto particular, y la comunión es remplazada por la búsqueda de afecto unido también a la pulsión sensual. Gracias a la relación que estas segundas finalidades conservan con las primeras, todo sexo que en ellas se inspire tiene la carga simbólica del gamos, y se convierte, por consiguiente, en opresor de todos los factores participantes, especialmente de la propia vida sexual. Es esa opresión represiva la que estalla en la forma del sexo competitivo, terreno fértil para que cobre nuevo impulso la jerarquía patriarcal, traducida en sometimiento humillante del amo hacia el esclavo, encarnados de forma masiva respectivamente por el hombre y la mujer. La pornografía, y su variante hardcore, surgida a la sombra de la liberación sexual, y en el entorno cultural de especial atención a la psique emocional, vulgarizada en la ideología masiva del amor de los años 60, se alimentan de dicho impulso competitivo dando expresión a sus fantasías de sometimiento, primero, y convirtiéndose, tras su triunfo masivo, en fuente misma de cultura sexual.

Abordar con seriedad el problema de la escuela pornográfica implica replantearse toda nuestra cultura sexual, es decir, enfrentar, ya desde el principio, el problema del gamos, la carga simbólica del sexo que lo convierte en consagrante de la pareja: la célula social que da origen a la familia y cuya membrana protectora fragmenta la cohesión social y perpetúa la opresión patriarcal. Al intentar hacerlo caerá sobre nosotros, como una niebla cegadora y viscosa, la polimorfa (ella sí) y omnipresente ideología del amor.

 

 

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